Un rompecabezas protocolario

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Imagínate la escena: te han invitado a un cóctel en una ciudad de un país extranjero, donde no conoces a persona alguna. Todo el mundo está hablando tamasheq o tagalo o algún dialecto local, que parece que sólo contiene las últimas cuatro letras de tu alfabeto. Tienes varias opciones:
¿Qué harías?
a. ¿Tomarte unas copas de vino, a la espera de que la gente se apiade de ti y se presente?
b. ¿Unirte con descaro a un grupo de personas sin presentaciones previas (consciente de que quizá no hablen inglés, pero si lo hablan están obligados a hacerlo durante el resto de la velada)?
c. ¿Esconderte en un rincón y pretender que estás ocupado haciendo cosas con tu BlackBerry?
d. ¿Regresar al hotel y llamar al servicio de habitaciones?

No se trata de una pregunta sacada del examen para el título de organizador de reuniones autorizado (quizá la deban incluir), sino de uno de estos retos protocolarios, el tipo de dilema puntiagudo del que permanece muda la literatura. No obstante, como te diría cualquier conferenciante trotamundos, es un escenario bastante común.

Como conferenciante peripatético, nadie me llamaría tímido, pero incluso yo tengo reticencias a la hora de obligar un grupo de desconocidos a hablar mi idioma en su fiesta. Me parece arrogante y presumido. Desgraciadamente, la única alternativa es la soledad.

Pero como conferenciante invitado, ¿no tienen la obligación de portarse como buenos anfitriones, entreteniéndote desde el alba hasta que el cuerpo aguante (os oigo decir)? Bueno, sí y no. Te sorprendería lo frecuente que es que se le olvida al conferenciante (como una especie de supernumerario) en la planificación de un evento.

Ya no tomo a mal cuando el coche que me han prometido no está en el aeropuerto para recogerme o cuando no me han asignado un asiento para la cena; así que sentirse incómodo en una recepción de bienvenida es peccata minuta. Pero me estoy yendo por las ramas.

De hecho, tener que elegir mesa en una cena puede ser más estresante, socialmente hablando, que asistir al cóctel arriba mencionado. Cuando me encuentro en el extranjero, soy consciente de que estoy a punto de condenar a los que están sentados a mi lado o al lado mío a dos horas de inglés (cuatro en Italia), ya que no pueden escaparse sin caer en la mala educación.

No es de extrañar pues que esté a favor del concepto de “lazarillo”, en el que la organización anfitriona me asigna alguien para cuidar de mí por la duración de mi visita –o al menos en aquellas ocasiones en las que me podría encontrar solo y sin amigos–.

En el mejor de los casos, dicha persona actúa como guía, asesor, intérprete y “facilitador social” y se convierte en tu amigo. Lo que espero de él o ella es que me presente a muchas personas (de habla inglesa), a fin de ayudarme a hacer networking y al mismo tiempo a descargar algo de la responsabilidad que tiene por mi bienestar. No me importa en absoluto que me vayan pasando como un bulto de una persona a otra.

Sin embargo, he perdido la cuenta de las ocasiones en las que se pasa por alto esta cortesía básica –incluso en los círculos de MPI–. (Tengo la intención de escarmentar a los culpables en mi futura biografía.)

Huelga decir que hay muchos motivos, aparte de un descuido administrativo, por desatender a los conferenciantes en actos sociales. En determinadas culturas, el respeto que se debe a los maestros y a los mayores puede inhibir cualquier trato familiar. A veces, las personas no tienen confianza para hablar en inglés, y siempre hay aquellos que jamás se acercarían a extraños de cualquier calaña por falta de agallas. Les entiendo perfectamente.

Quizá se te ocurran otras razones por las que a veces me encuentro solo en actos sociales; si es así, ruego que te las guardes.

TONY CAREY, CMP, CMM, es escritor y asesor independiente. Para contactar con él envíele un correo electrónico a tonycarey@psilink.co.je o visite su sitio Web www.tonycarey.info.

Publicado
15/02/2008