El argumento contra la rendición de cuentas

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He trabajado con varios editores de revistas que quieren trasladar sus publicaciones al iPad –y finalmente – a todo el mercado de los tablet PC.

Es una decisión completamente racional, con la que estoy de acuerdo en la mayoría de los casos, y un cambio que –si se hace con inteligencia– puede llevar a las revistas a un nivel de profundidad, interactividad y participación comunitaria nunca visto antes.

Lo que no me convence es su determinación casi unánime de utilizar casi todas las herramientas de recopilación de datos disponibles para generar métricas sobre todo lo que hacen. El software de Adobe para la publicación digital, por citar sólo un ejemplo, incluye las herramientas de analítica web de Omniture para revistas digitales (gracias en parte, sin duda alguna, a la empresa de analítica web que Adobe adquirió el año pasado por 1,8 mil millones de dólares.

¿De qué son capaces las herramientas como las de Omniture? Ayudan a los editores a identificar las rutas de navegación que siguen los usuarios cuando visitan sus revistas, dónde hacen clic, el tiempo que permanecen en cada página, si un tipo de artículo les anima a hacer más clics en los anuncios que otro, y así sucesivamente. Cifras.

Por un lado se trata de información que es realmente útil para los editores durante la fase de desarrollo de sus revistas. ¿Cómo las leen los lectores? ¿Delante hacia atrás? ¿Al revés? ¿De forma aleatoria? ¿Utilizan la tabla de contenidos o las funciones de búsqueda? Puesto que sabemos tan poco sobre la manera en la que los internautas navegan por espacios digitales, cualquier dato sobre lo que funciona y lo que no es valioso.

Pero nunca he visto el uso de la métrica para ayudar a las personas o para generar ideas; sólo como una excusa para pagarles menos o echarles a la calle. Utilizamos nuestras habilidades digitales recién adquiridas no para liberar a nuestros innovadores y creativos, sino para demostrar que trabajan con efectividad. Es una tendencia pueril y miope que, financieramente hablando, ni siquiera tiene sentido a largo plazo. Y es algo que perjudica a todo el mundo, desde los escritores como yo hasta los profesionales de los eventos como vosotros. Incluso los contables más espabilados deben alarmarse.

Caí en la trampa de la falsa rendición de cuentas a principios de los noventa, cuando empecé a escribir una nueva columna para un sitio web dedicado a la Web, recién lanzado por una empresa de Internet. Dispuestos a aprovechar todas las herramientas a su disposición, decidieron tomar todas decisiones sobre los contenidos en base al número de visitas obtenidas por cada página. Si tu columna conseguía menos de varios miles de visitas durante un mes, la eliminaban.

Aguanté seis meses antes de que suprimieran mi columna. Fue más tarde cuando el editor se dio cuenta de que mis artículos se reenviaban a miles de personas y los leían (incluyendo la publicidad) 10 veces más personas que se creía inicialmente. Para echar sal en la herida, la revista Time publicó un artículo en el que se mencionaba mi columna, la semana posterior a mi despido (¡uy!). Rechacé la oferta de recuperar mi puesto cuando cambiaron de idea.

Asimismo, la industria editorial, que se solía relacionar con escritores, martinis a la hora del almuerzo y hacer magia, se ha vuelto cada vez más dependiente de la métrica. La combinación de corporativización y digitalización ha sacrificado aquel proceso mágico en aras del cálculo basado en el mercado. Hoy en día, el avance que se paga a los autores se calcula con ayuda de las estimaciones de ventas acumulativas “Bookscan” de Nielsen y los algoritmos de ventas de cifras “sell-in” (el número de libros que compran las librerías) y de liquidez de inventario de Barnes y Noble. Lo que piensa un profesional de la industria editorial de un autor o un libro es segundario a lo que indica un ordenador sobre sus antecedentes o el supuesto éxito de publicaciones “similares”.

Para vosotros del sector de congresos y reuniones, es precisamente lo mismo. El número de personas que asisten a vuestras conferencias puede ser mucho menos trascendental que quiénes son, su experiencia profesional y lo que comparten luego. El número de participantes que pagan la cuota en su totalidad puede importar menos que el impacto no medido y quizás inmedible de una conferencia sobre la imagen pública de un patrocinador. Lo que los participantes realmente aprenden en una conferencia acaso no se vea reflejado en las encuestas más exhaustivas o tal vez no sea comprendido por ellos hasta semanas o meses después. Eso es cuando se inscriben en el próximo evento y empiezan a contárselo a otras personas.

Las cifras mal empleadas acaban con la vida. Es así de sencillo. Destruyen el misterio que todos utilizamos, al menos de vez en cuando, para vender nuestros productos, superar retos temporales y ayudar a nuestros compradores y clientes a aparcar sus recelos. El juicio de un ejecutivo tiene menos peso en cierto momento que el hecho de que el piloto de una serie de televisión de la que alberga dudas fuera escrito por el creador de Los Soprano. Puede que un patrocinador no entienda del todo el propósito de una conferencia en particular, pero tal vez se deje convencer por el entusiasmo que demuestra un organizador por la comunidad que sirve.

Es posible, por lo tanto, que la fría métrica de la recopilación de información digital no refleje del todo la realidad. Desde luego demuestra cuánto dinero se ha ganado a corto plazo, pero no da casi ninguna pista sobre la inversión y el retorno a largo plazo.

En algún sentido, el propio capitalismo depende del misterio. Vivimos en una economía que funciona tanto gracias a la fe como a cifras concretas. Los batacazos bancarios y bursátiles suelen ocurrir cuando las personas empiezan a pensar en qué es lo que poseen exactamente. ¿Se están devaluando mis ahorros? ¿Gana esta empresa realmente tan solo una quincuagésima parte de lo que vale en bolsa? ¿Una milésima parte quizá?

Lo que nos impulsa a completar una transacción es nuestra fe en el crecimiento, nuestra creencia de que el valor inenarrable de lo que hacemos o conseguimos, y –sí– el misterio y la emoción de estar contentos en nuestra ignorancia. Hay métricas que simplemente no registramos: el número de nuevos empleos que se crean de repente, el número de veces que la gente habla de ti con sus colegas o cita algo que dijiste en tu conferencia (aunque fuera a través de Twitter).

Soy firme defensor de la transparencia y la rendición de cuentas en los negocios. Pero cuando dicha honestidad se ve limitada por el lenguaje de la métrica, terminamos utilizando nuestras herramientas para acabar con nuestros empleos, nuestros sectores y nuestra capacidad para disimular hasta que los resultados reales de nuestras actividades sean patentes. One+

Publicado
01/01/2011